Hace falta haberse metido mucha psoeína, de la buena, de la felipista, para empezar un artículo sobre Unamunum comparándolo ¡¡¡con Zola!!! Claro que los pobres patriotas neorojigualdos, sobre todo si además son exrepublicanos, como el ejemplar que firma el columnillo de la Hojilla, lo tienen realmente difícil si quieren comparar sus héroes intelectuales con los que empedraron la Europa de aquellos tiempos. Tanto buenos como malos. Tanto los demócratas, como los fascistas, como los mediopensionistas como el propio rector intermitente de la de Salamanca protagonista de la peli de Amenábar. Pensadores como Bergson, Husserl, Heidegger, Freud, Russell, Wittgenstein, etc., o escritores metidos en política como el propio Zola al que usa nuestro plumífero como comparativo quedan automáticamente insultados si se les equipara con cualquiera de las dos cumbres del pensamiento español del siglo XX, Unamunum y Hortera y Cassette.
El rescate de Unamunum viene de la mano del rescate de la Tercera España, ese engendro que han tenido que sacarse los escritores de la órbita felipista (los Cercas, los Muñoz Molina, los Trapiello) para tratar de justificar la traición a la Democracia Española, la única legítimamente levantada a pulso por los españoles mediante las urnas, de la República y su sustitución por el Trampantojo Transicionista heredero directo de las armas franquistas que perpetraron el genocidio y se repartieron el botín. No hubo buenos ni malos, todos mataron. O peor, todos fueron malos. Salvo la raza de españoles equidistantes. Como Unamunum o Chaves Nogales. Porque la República no era una democracia buena. Y como no les satisfacían los resultados de las elecciones o se pusieron de parte de los golpistas o se lavaron las manos como pilatos traidores.
Este ejemplar de neorojigualdo que firma el columno sabrá por qué se asume heredero de un tipo como Unamunum que dejó claro que no era un demócrata: él no abandonó a la República, fue la República la que le abandonó a él. Le salió mala la mujer y por eso le pareció bien que unos matones le dieran un susto, para lo que incluso soltó sus buenas pesetas. Cuando a los matones se les fue la mano y realmente comprendió que la estaban matando trató de interponerse y también se llevó alguna hostia. Ese es el tipo.
Pero, es más, durante toda su vida, al rector intermitente de Salamanca le sudó la polla por delante y por detrás el pueblo español. Para él, España era una suprarrealidad mística que nada tenía que ver con la gente de la calle, con los obreros, los campesinos… Podía literalmente correrse de gusto contemplando los trigales de la inmensidad castellana y traérsela al fresco las condiciones de vida de la gente que la trabajaba, se supone que para su exclusivo goce estético. Para él la democracia era un conjunto de conceptos más o menos filosóficos (La Libertad, El Derecho), pero que no tenían que ver con sus paisanos. Él se la pasaba en el brocal de su pozo de sabiduría desgranando su margarita mística -ahora Dios existe, ahora no existe- sin contacto con el dolor auténtico de la humanidad que sufría la brutal explotación de las clases dominantes y después la zarpa del fascismo.
Esta es la carta que el escritor Ilyá Ehrenburg le escribió en septiembre de 1936, justo cuando acababa de contribuir económicamente con los matones y antes de que descubriera que los “golpes merecidos” por su España se convertían en asesinato. De imprescindible lectura, sobre todo para todos esos “terceraespañistas” instalados en la cobardía y en la justificación boquitipiñonada del fascismo.
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