Saturday, 28 September 2019

Supersticiones y Retro-futurismo Regresivo Premonitorio: Rompamos España de una puta vez

Rompamos España de una puta vez

Yo creo que ya va siendo hora de que rompamos España. De una puta vez. En pedazos. Lo más pequeños posibles. En unidades políticas mínimas. Este es un país podrido que sólo se merece ser desaguazado y repartidos sus despojos formando unidades cada una de ellas entre la menor cantidad posible de sus habitantes con la tal vez vana, pero necesaria, esperanza de que en alguno de ellos se consiga sacar algo más que la miseria moral que siempre ha sustanciado sus cambios, sus aconteceres, sus empeños colectivos. Rompamos España en pedacitos. Tal vez resulte el remedio peor que la enfermedad y al igual que el espejo de la madrastra cada trocito acabe devolviendo su imagen torva multiplicada, pero hay que intentarlo, y además hacerlo al tuntún, sin buscar divisiones por asimilación ni por afinidades, ni por hechos diferenciales ni lingüísticos, ni históricos, ni folklóricos. Como hicieron los ingleses con la India: un mapa, un lápiz, una regla y una venda en los ojos. Y que salga lo que salga porque lo principal es que al país o lo que sea resultante no lo conozca ni la puta reina que lo parió y que para celebrar su bautizo organizó una bonita fiesta etnocida en la que expulsó de sus fronteras recién pintadas a cientos de miles de sus habitantes que practicaban otros ritos supersticiosos distintos a los suyos y que competían con los de la Iglesia que pastoreaba con mano de hierro candente y potro de tortura a sus súbditos.
Un país que para lograr mantenerse unido, uniforme y homogéneo puso en pie la primera maquinaria totalitaria moderna, la Inquisición, que vigilaba que la pureza de la ortodoxia oficial, religiosa, cultural y política, no se desviara ni un ápice, y en cuyas garras fueron minuciosamente torturados y asesinados las mejores mentes pensantes del país. Y las que se salvaron tuvieron que plegarse al disimulo perpetuo, al horror del pensamiento clandestino. Un país que vivió la terrible esquizofrenia de que siendo la mayoría de sus habitantes descendientes de judíos y moros tuvieran que demostrar en tribunales de limpieza de sangre que no lo eran, o bien mostrar a las claras en el juicio de la mesa que estaban dispuestos a mezclarla inmisericordemente con toda las grasa de cerdo que pudieran.
Un país que conquistó a base de sangre, fuego, acero y virus todo un continente, destruyendo minuciosamente todas las culturas que encontró tal como aprendió hacer en sus fronteras originales, esclavizando y obligando a los habitantes supervivientes a convertirse a un credo extraño, preñado de imágenes macabras y leyendas de inaudita crueldad. Y del que sacó toda la riqueza que pudo para mantener a las innumerables clases ociosas de la metrópoli.
Un país que para seguir siendo estrictamente homogéneo volvió a cometer etnocidio expulsando a otros varios cientos de miles de sus habitantes cien años después del primero. Y que sumergió a los súbditos de su Majestad Católica restantes a un permanente estado de terror religioso durante siglos en el que una simple delación de un vecino podía llevar a cualquiera a la hoguera por hereje.
Un país cuyos mejores logros de sus mejores obras literarias del siglo que llaman “de Oro” se deben a precisamente a la piruetas estilísticas a que tuvieron que lanzarse sus autores para tratar de mostrar su pensamiento burlándose de la férrea censura impuesta por la Inquisición y librarse de morir en la hoguera.
Un país por el que la Ilustración pasó de puntillas y que mientras en otros lugares daba cumbres del pensamiento como Spinoza, Newton, Hume, Leibniz, Descartes, Kant, etc, que lucharon contra la tiranía intelectual de la religión aquí el que pasa por su máximo representante fue un sucio cura de apestosa sotana, el padre Feijoó, profundamente antiracionalista tras su apariencia conciliadora.
Un país que expulsó a punta de navaja a los franceses que les traían la Ilustración y los llamó unos años más tarde para que restauraran “las caenas” que las fuerzas progresistas trataban de abolir.
Un país cuya historia del siglo XIX y parte del XX está jalonada por una alternancia de gobernantes de la más rancia casta caciquil que se sucedían unos a otros a base de golpes de estado llevados a cabo por rijosos espadones incapaces de ganar una batalla fuera de sus fronteras.
Un país dominado por el catolicismo de Trento, la contrarreforma, la cerrazón en banda a espiritualidades más acordes con los nuevos tiempos y aires que corrían por Europa a partir del fin de la Edad Media. Mientras en Europa la Modernidad evolucionaba hacia las Luces, en España lo hacía hacia atrás hacia las épocas más negras del irracionalismo medieval.
Un país cuyas mayores glorias intelectuales de la bisagra del XIX al XX, que tan fructífero fue en Europa fueron unos acomplejados y lloricas lamentadores de la pérdida de nervio inquisitorial de España. El que un tipo como Ortega y Gasset, adorador del aristocratismo militarista alemán, se alce con la palma de la filosofía patria dice mucho de la calidad del “pensamiento español”.
Un país en el que cuando por fin parecía que se abría a la luminosidad de la verdadera libertad de pensamiento, se liberaba de las cadenas políticas del caciquismo y se lanzaba a la consecución de una justicia social más acorde con los nuevos europeos, se alzaron de nuevo las fuerzas terribles, crueles, genocidas de la alianza entre la corona y la Iglesia, el nacionalcatolicismo que unificando, siempre unificando a sangre y fuego, en uno a los Cuatro Jinetes del Apocalipsis lanzó la llamarada del segundo peor genocidio europeo del siglo XX y regresó al país a los peores momentos del siglo XVI en todos, en absolutamente todos los aspectos.
Un país que tras la muerte del caudillo de los genocidas, cuando las esperanzas de cambio y de restauración de la legalidad de la República asesinada y la reparación moral de los cientos de miles de asesinados y arrojados a las fosas de las cunetas, cuando todo el mundo esperaba que las fuerzas progresistas limpiaran las cloacas apestosas del franquismo y lo convirtieran en un país normal, se encontró con que una raza de malnacidos, trepas sin escrúpulos más o menos hijos díscolos de los genocidas, se hacían con las riendas del poder y pactaban con los asesinos y ladrones, o sea con sus propios mayores, su reparto. Y mantenían entregado el control de la educación de múltiples maneras en manos del mismo centenario nacionalcatolicismo que lo fundó.
Un país en el que, al igual que en el siglo XVII el pensamiento racional –su vacío- y la justicia por los genocidios fueron escondidos por el aparador barroco que cubrió la terrible herida, en los 80 y 90 del siglo XX la cultura que debía florecer tras la barbarie fascista fue conscientemente sustituida por sus élites por el espectáculo neobarroco hueco e inane de la Movida, el relativismo infame del posmodernismo y el consumismo sin medida de la era postindustrial. Y además, como aquel barroco original, sirvió para tapar la injusticia que se cometía echando paletadas de olvido sobre las fosas de las víctimas del franquismo y manteniendo intocables y gozando del botín de su pillaje a sus asesinos.
Un país que convirtió las más o menos legítimas aspiraciones al autogobierno de sus distintas partes históricas en diecisiete cortijos donde esos cabrones bicolores pudieran, en la segunda restauración borbónica, robar mejor jugando con una apariencia de democracia basada en la tradición alternante del rancio caciquismo de la primera. Por usted, señora España, como ya le decía Larra, no pasan los años. Y en el que en estos días estamos asistiendo al hipócrita escándalo general por el descubrimiento de la verdadera profundidad del pozo de putrefacción y miseria en que lo han convertido. Una profundidad que cualquiera que se hubiese parado un minuto a sospechar en serio podía adivinar.
Acabamos de dejar pasar en los últimos 40 años la última oportunidad de que ese país atroz que llamaron España, unificado y homogeneizado siempre a la fuerza, se convirtiera en un país normal, en el que los lazos entre sus habitantes que siempre se basaron en la crueldad de los poderosos uniformizadores y homogeneizadores fueran sustituidos por los de la solidaridad y la convivencia comúnmente consentida. Hubo esperanza. Los que vivimos aquel cambio la tuvimos. Pero una vez más sus élites políticas y culturales han demostrado que el aire que se respira en él es mefítico y venenoso y que los fantasmas del pasado, las mal tapadas manchas de la sangre salpicada a lo largo de los siglos en sus paredes, la falta de nervio intelectual, unas veces matado con hierros candentes y otras por propia carencia natural y el caciquismo, esa roña moral enquistada secularmente en todos los rincones del país, siguen apareciéndose cada uno de sus días y de sus noches. Tanto que ha sido posible -y natural- que la mayor colección de delincuentes con corbata de toda la Europa del siglo XXI lo hayan convertido en estos días en la organización mafiosa más perfecta del mundo, tan perfecta que no necesita ni matar, como los chapuceros italianos, y que tras desmantelar en connivencia y al servicio de los poderes financieros internacionales las fuentes de riqueza del país impusieron el monocultivo del ladrillo y las cajas de ahorro, que son la actividades donde el robo a manos llenas del dinero público se reveló pronto como más fácil. Y que lo ha saqueado impunemente y ha enviado a pastar a los tristes campos de la pobreza a la mitad de su población. Con la complicidad de las altas instancias judiciales y, lo que es más triste, las intelectuales, las primeras compradas mediante el estricto control político de los nombramientos y a puro y simple golpe de talonario las segundas.
Por eso, sin malos rollos, sin aspavientos, por pura higiene vital e histórica, rompamos de una puta vez España, recomendando a nuestros descendientes que, en caso de caer en esa temeridad, ni se les ocurra volverse a unificar al menos en doscientos años. E incluso entonces y cometida la estupidez que al menos ni se les ocurra volver a llamarla con la palabra maldita, la maldita palabra ESPAÑA.

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