Thursday 24 January 2013

Haga usted las leyes y déjeme a mí los reglamentos (I) Publicado por Alfonso Vila Francés

Arte y Letras, Historia
Haga usted las leyes y déjeme a mí los reglamentos (I)

Publicado por Alfonso Vila Francés
http://www.jotdown.es/2013/01/haga-usted-las-leyes-y-dejeme-a-mi-los-reglamentos-i/



1 ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? (España 1800-1936)

Hasta el siglo XIX las cosas estuvieron bastante tranquilas. Había un rey absoluto, que luchaba contra otros reyes absolutos. Si el pueblo se moría de hambre, si algunos nobles tenían problemas económicos, siempre se podía asaltar una judería. El pueblo era muy poco original, sobre todo cuando estaba desesperado, y los nobles y poderosos sabían sacar partido de ello (véase, por ejemplo, el asalto a la judería de León de 1449). Las cosas iban bien para algunos y mal para la mayoría, pero nadie se extrañaba por ello.

Es cierto que en Francia había habido una revolución. Y antes que en Francia, en las colonias inglesas de América del Norte habían hecho algo infinitamente peor, algo inadmisible: crear una república, con una constitución, con unas leyes que hablaban de “derechos inalienables”. Y dar una patada a su antiguo señor, el rey inglés… Eso era algo que los gobernantes españoles hacían bien en ocultar al pueblo. No. No eran tontos. Y ya lo dijo bien el Conde de Aranda, valido de Carlos III, en su informe sobre el nacimiento de los Estados Unidos: “Ese pequeño país nos va a dar problemas”, dijo. Y vaya si acertó…

Pero el pueblo, ya digo, estaba tranquilo, y el rey, dentro de lo que cabe, también.

Los franceses estaban cerca, pero los Pirineos siempre han sido una buena frontera. Y ya desde Felipe II se habían tomado medidas para que los españoles (los pocos que querían hacerlo) no estudiasen en las universidades europeas (excepto en la de Roma y alguna que otra excepción). Todo estaba bastante bien controlado.

Hasta que Napoleón no tuvo mejor idea que invadirnos. Allí se jodió el invento… No voy a hablar aquí de las enormes consecuencias a todos los niveles que tuvo la invasión francesa, es un tema muy interesante que tal vez abordaré en otro momento. Ahora me limitaré a recordar las palabras deÁlvaro Floréz Estrada, político, economista librecambista y patriota: “La lucha contra el invasor no tiene sentido si no es al mismo tiempo una revolución política”. Muchos liberales pensaban lo mismo, y pese a ello lucharon contra el “revolucionario” Napoleón. Y luego Fernando VII se lo agradeció enviándolos al exilio o fusilándolos.

Napoleón (que en realidad de revolucionario tenía bien poco, aunque, paradójicamente, sus ejércitos sí traían las ideas de la Revolución Francesa) fue la primera sacudida grave que sufrió el sistema absolutista español. Pero el sistema aguantó bastante bien. Y eso a pesar de la escasa astucia política de un personaje como Fernando VII, uno de los reyes más mediocres (por no decir algo peor) que hemos tenido en este país. Sin embargo, mal que bien, Fernando VII se las arregló no solo para morir siendo rey de España, sino para asegurar la continuidad de su dinastía. No le salió gratis al país. Pero después de la primera guerra carlista y algunos contratiempos más, Isabel, una acorralada niña de 13 años, fue nombrada reina. Tal vez el rey respiró tranquilo desde el más allá (en sus últimos años de reinado, su única preocupación parecía ser evitar que el trono recayera en su hermano Carlos), pero el reinado de su hija no iba a ser un camino de rosas. Tuvo que enfrentarse, muy a su pesar, a todos los problemas que no supo ni quiso resolver su padre.

¿Y qué hizo esta pobre criatura? Pues primero dejarse manejar por todos, hasta que se hizo adulta, después buscar el gobierno menos malo (para sus intereses, que, desde luego, no eran los intereses de la nación), y finalmente vivir bien y disfrutar de su riqueza y posición, que para eso era la reina. Lo malo es que todos los chollos se acaban algún día y a Isabel su chollo se le acabó en 1868. Ese año, con bastante retraso respecto al resto de la Europa occidental (Rusia y la Europa del este es otro mundo), los españoles quisimos ser modernos. Para empezar nos inventamos una revolución. Y la llamamos “La gloriosa”, que es un nombre con garra. Y casi con eso ya nos dimos por satisfechos…

Nuestros vecinos, a la altura de 1869, ya estaban en plena revolución industrial, habían vivido tres oleadas revolucionarias, sin contar la revolución francesa, y tenían más que superado el Antiguo Régimen. Aquí aún estaba prácticamente todo por hacer, en lo político y en lo económico.

1868 era la oportunidad que medio país estaba esperando. Y fue una oportunidad perdida… “La gloriosa”, si se mira bien, no fue nada gloriosa. Se pegó la patada a una reina, pero no hubo ninguna limpieza a fondo, solo un ligero lavado de cara. Y eso fue por la misma razón de siempre, por la que “fracasan” todas las reformas “desde arriba”: porque realmente no están concebidas para ser un éxito, sino solo para “salvar los muebles” (y perdón por las comillas, pero creo que es la mejor manera de decirlo: este tema es muy complejo y yo solo pretendo hacer un rápido resumen). ¡Ojo! Con esto no quiero decir que no haya personas que seriamente lo intentan: ministros como Mendizábal, comoMartín de Garay, como Manuel Fernández Giménez, entre otros muchos, pero estas iniciativas siempre chocan contra el mismo muro: la intolerancia de las clases altas, de los que siempre han tenido el poder y la riqueza en sus manos y no quieren ceder ni un ápice de ambas cosas, les cueste lo que les cueste. ¿Es casualidad que todas las reformas agrarias hayan fracasado en España, que todos sus impulsores hayan caído pronto en desgracia? No, desde luego que no. Y con las reformas fiscales, hasta bien entrado el siglo XX, se podría decir otro tanto.

Pero este es un tema para tratar en profundidad. Lo que quiero indicar aquí es que, a pesar de la prometedora revolución de 1869, la situación en la España a la entrada del siglo XX no era radicalmente distinta a la situación de 1860, de 1830 y hasta de 1788, año en que empieza a reinar Carlos IV. Sí. Ya no hay absolutismo, desde luego, no hay absolutismo como tal. Pero eso no quiere decir que haya una democracia. Ni siquiera quiere decir que haya un régimen liberal según el modelo europeo.

Tenemos un parlamento, sí, pero ¿quién lo compone?: nobles y burgueses. Y burgueses ennoblecidos. Y nobles que empiezan a actuar como burgueses. Y cuando hablamos de burguesía, hablamos de la gran burguesía, como ya veremos.

Y tenemos un sufragio, sí, pero censitario. Un sufragio que es solo para los que tienen propiedades, para los ricos, que deja fuera a la mayoría de la población. Si en 1868 el pueblo pide el sufragio universal (nada nuevo, en media Europa ya lo han conseguido a la altura de 1848), en 1874 el sufragio sigue siendo censitario, y eso a pesar de un rey “constitucional”, como Amadeo de Saboya y de un año de experiencia republicana, y todo para que al final vuelva un borbón, un hijo de Isabel II: Alfonso XII. Además hemos perdido las últimas colonias, no se ha dado nada parecido a una revolución industrial (solo ha habido un tímido desarrollo de algunas zonas del país) y se ha producido una nueva guerra civil: la tercera guerra carlista. Y eso sin contar los numerosos muertos en los cada vez más frecuentes conflictos sociales. En realidad, si se mira con lupa cada uno de los problemas políticos a los que se enfrentó Alfonso XII se llega a la conclusión de que son los mismos a los que se enfrentaron todos sus sucesores. Y esto se resume en una frase: falta de adecuación del sistema político a la nueva realidad económica y social. El rey, que teóricamente no gobierna, conserva en la práctica casi todo su poder. El parlamento, que teóricamente representa al pueblo, en la práctica solo representa a las clases privilegiadas. Los nobles, que teóricamente han cedido su lugar a los burgueses, siguen siendo los amos del país (para empezar son los amos de la mayoría de la tierra: de reformas agrarias, nada de nada…), los burgueses, los pocos burgueses españoles, que teóricamente deberían ser la clase menos conservadora, más abierta socialmente, con una mentalidad capitalista y pragmática, en la práctica se comportan como simples nobles ambiciosos, tan conservadores y tan clasistas como los nobles pero más avaros que ellos. Nadie, ni rey, ni nobles, ni burgueses (ni desde luego, la iglesia, el otro puntal del Antiguo Régimen) tienen la menor intención de preocuparse por el pueblo, el gran abandonado.

Pero el pueblo poco a poco va cobrando conciencia de su situación. Y esta situación no va mejorando, sino todo lo contrario: el sistema capitalista avanza de modo lento pero inevitable. Ese avance empobrece aún más a los campesinos y crea una nueva clase social, el proletariado. Y esto es algo que parece que nadie lo ve. Fernando VII quería borrar de un plumazo las Cortes de Cádiz, olvidar los años de vacío de poder y los efectos económicos de la invasión francesa (efectos devastadores: la pérdida de las colonias americanas, entre ellos). Él creía que “Todo podía seguir como si nada hubiera pasado”. Eso es pretender negar la ley de la gravedad. Pero 100 años después nadie ha tomado nota. Los que se reparten el pastel siguen como siempre: peleándose por ver quién tiene el trozo más grande. No parecen escuchar el tumulto que se está formando al otro lado de la pared, fuera, en el frío glacial de la noche. Tal vez piensan que las antorchas se apagarán pronto. O que se dirigirán hacia otro sitio. Tal vez piensan que “todo puede cambiar para seguir igual” (como pensaba el Príncipe de Salina, el protagonista deEl Gatopardo, que no dudaba en sustituir a un rey por otro, porque “al fin y al cabo es un rey”). Esta vez, pese a los denodados esfuerzos de Cánovas, de Sagasta, de otros hombres inteligentes y muy útiles para el poder (al que sirven y del que viven, y muy bien, por cierto; Cánovas, por ejemplo, era consejero en las principales empresas de ferrocarriles del país, ¡ya hablaremos de ello!), el sistema va a caer.

El sistema va a caer porque deja fuera al noventa por cien del país. El sistema va a caer porque el capitalismo pide libertad económica, grandes espacios, uniformización, mercado único, capacidad de compra, alto consumo, jornadas de trabajo extenuantes y salarios “competitivos” (y los necesarios cambios familiares: curiosamente, los primeros defensores de la incorporación de la mujer al trabajo son los patronos de las fábricas, no sus maridos, que se oponen encarecidamente a ello y se quejan cuando les dejan). El capitalismo va contra los censos, los señoríos, los mayorazgos, las tierras de “manos muertas”, el capitalismo es ateo y no hace distinciones: la dignidad social la da el dinero, y todo lo demás importa muy poco si se está arruinado. El sistema va a caer porque su tiempo ha concluido.

Pero los que se benefician de él van a pretender alargarlo, mantenerlo con vida, aunque lo vean agonizar. Y luego, incapaces de reaccionar, van a soñar con el mito de El Cid. Van a querer que gane batallas después de muerto. De otro modo no se puede entender la hostilidad de la clases altas hacia la Segunda República. Su negativa a cualquier intento de reforma agraria o fiscal. Su incapacidad para entender el comunismo, el anarquismo, el cooperativismo. Cualquier ideología o movimiento social emergente es considerado como algo absolutamente nocivo. Incluso el derecho a la educación del pueblo es negado hasta el último minuto. Y entonces se agarran al machismo, y cuestionan hasta el final el derecho a la educación de la mujer (que no podrán entrar en la universidad hasta 1918, o su derecho a voto, que no se aprobará hasta 1931). Cualquier medida que sea vista como “un avance” será automáticamente estigmatizada. Y un profesor humanista y laico será tratado de igual modo que un terrorista. Para ellos es lo mismo. Si se cede en algo (derecho a la huelga, por ejemplo), es a la fuerza, porque no hay más remedio. Pero ellos siempre tienen un as en la manga. Y llevan jugando a ese juego muchos años. Se saben todos los trucos. Los ministros conservadores de Isabel II consentían en pactar leyes progresistas con los liberales, pero luego, bajo mano, se aseguraban de tener el control de todos los principales ayuntamientos del país. ¿Y para qué sirve una ley si nadie la aplica? Pero en el peor de los casos, aunque no haya más remedio que aplicarla, entonces aún tienen otro as en la manga: la violencia.

¿Cuántas veces los políticos republicanos españoles denunciaban que los matones del cacique amedrentaban a los campesinos u obreros? Vicente Almirall, político nacionalista catalán, relató casos en que era la misma Guardia Civil la encargada de dar una paliza a los que pretendían ejercer su derecho al voto (¡mucho después de 1890, cuando el sufragio universal masculino ya había sido definitivamente aprobado!). Pero a veces no hacía falta ni eso: bastaba con vaciar la urnas y quitar los votos que no gustaban. Dos partidos se repartían el poder. Ahora me toca a ti y luego me toca a mí. Todo es legal y todo el mundo aplaude. Los parlamentos van y vienen y todo está bajo control. ¿No es perfecto? Desde luego. Para los que están dentro… ¿Tan distinto es esto de las intrigas palaciegas del Antiguo Régimen? Y mientras el capitalismo arrasa nuevos continentes, mientras en Europa nace una nueva sociedad, una nueva cultura. Los agricultores se convierten en pequeños empresarios. Los obreros van adquiriendo derechos. Las mujeres se emancipan. La tecnología y la ciencia ocupa el lugar de la religión.

España, en cambio, se cierra. Machado y otros lo ven y sufren. “Que inventen ellos”, dicen con ironía. Pero al rey solo le preocupan sus amantes y a sus ministros solo les preocupa conservar el poder el mayor tiempo posible. Y luego, cuando les dan la palada, un ejército de “cesantes” abandona el ministerio. Aunque siempre están los que creen que pueden burlar al destino. Como el Conde de Romanones. Siempre está el que se permite chulear delante de sus adversarios, tan seguro está de ser intocable. “Haga usted las leyes”, les suelta, “que ya haré yo los reglamentos”. Y cayó. Él también cayó. Aunque, claro, cuando uno cae de tan alto siempre puede luego ocuparse de sus negocios, y dedicarse a escribir sus memorias, que eso queda muy bien. Cuando ya no tienes ningún as en la manga aún puedes hacer una última jugada: reservarte un buen lugar en la historia.

[Aclaración al lector: dado que el periodo de tiempo que pretendo estudiar (de la decadencia del absolutismo a la democracia actual) abarca doscientos años, he tenido que pasar de soslayo o incluso obviar en esta primera parte algunos aspectos y sucesos históricos que serán tratados con más detenimiento en la segunda parte, que contará así mismo con un apéndice documental]

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