Saturday 5 April 2014

extracto canibal : Arte, política exterior y la Marca España desde 1950 - Ernesto Castro http://salonkritik.net/10-11/2014/04/arte_politica_exterior_y_la_ma.php#more

Hagamos genealogía: desde la Mancha Verde, la estrategia de ocupación del Sáhara Occidental orquestada por Hasan II en 1975, el Reino de España es un país sin política exterior propia, más allá de cerrar fronteras y reforzar el Fuerte Europa, donde la noción de hispanidad (cara a América Latina) y los artistas plásticos desempeñan una versión cutre del soft power yanqui que, para abreviar, llamaremos blandipoder. Dada la naturaleza de nuestros escritores desde la Guerra Civil, cuyo estilo suele dividirse entre los pueblerinos (Delibes) y quienes escriben en inglés (Benet) o en francés (Umbral), los artistas —habitualmente más acordes con los modismos estéticos del momento a nivel global— han encarnado el blandipoder durante las épocas de mayor compromiso imperialista del gobierno, oficiando muchas veces como comparsas inconscientes o despistados de las sucesivas operaciones de lavado de facha del Régimen. El deshielo de los 50s tiene lugar en paralelo a la consolidación del informalismo, una continuación de la diplomacia por otros medios en el marco de la Guerra Fría, cuando la abstracción pictórica era considerada (y financiada por la CIA) como el paladín de la creatividad desbordante que creaba furor en el mundo libre y sus aliados, frente a la figuración realista soviética o el surrealismo que abrazaban destacados comunistas en Occidente (sobre todo México y Francia). En 1951, tras el declive de la estética romántica fascista, Joaquín Ruiz Giménez pronuncia una conferencia ante Franco donde estipula los principios del liberalismo democristiano en materia de creación estética; las palabras del entonces ministro de Educación, anterior embajador ante la Santa Sede y posterior Defensor del Pueblo a sugerencia del gobierno socialista (#OjitoCuidao) entre 1982 y 1987, fundador del Instituto de Cultura Hispánica en 1946 (cuyo fin, según el entonces ministro de Asuntos Exteriores, Alberto Martín Artajo, era «emplear todas las armas de la diplomacia y de su inteligencia en la defensa por el aislamiento decretado por las Naciones Unidas [...] a través de las huestes del pensamiento y la cultura»), verdaderamente marcan época y merecen citarse en su extensión completa: Por lo que toca a la creación de la obra artística, el Estado tiene que huir de dos escollos, que no son sino reflejo de los dos eternos escollos de la política dentro del problema que ahora nos ocupa: el indiferentismo agnóstico y la intromisión totalitaria. El primero se inhibe ante la Verdad, y también ante la Belleza; el segundo las esclaviza, haciendo de las obras de la inteligencia y del arte unos serviles instrumentos de la política concreta. Entre ambos peligros, la actitud a adoptar tiene que arraigarse en una comprensión viva, inmediata, de la naturaleza del Arte. Tiene éste una legítima esfera de autonomía, como expresión libre del alma individual, en la cual no puede el Estado, por su propio interés, inmiscuirse. Lo inauténtico es siempre impolítico; lo inauténtico en arte —esto es, lo no arraigado en la autonomía creadora— revierte a la larga, sean cuales fueren las medidas proteccionistas adoptadas y los éxitos aparentes, en empobrecimiento y menoscabo de la propia obra política. [...] En nuestra situación concreta, nos parece que esta ayuda a la autenticidad debe adoptar dos direcciones: por una parte, estimular el sentido histórico, esto es, la ubicación del artista en el tiempo actual huyendo de todo engañoso tradicionalismo formalista; por otra parte, fortificar el sentido nacional, huyendo de toda provinciana admiración por lo que se hace fuera de la propia patria [...]. Este libre despliegue del espíritu, que se propugna como fundamental política artística, es un arma esencial para la lucha contra el materialismo, al que llamaba Belloc «la gran herejía de nuestro tiempo». Tanto más grave y urgente es aquí nuestra tarea cuanto que los estados comunistas se esfuerzan en poner el arte bajo su servicio, haciendo una tremenda caricatura y mistificación del arte verdadero. Si se logra que éste sirva a su propio dueño, el espíritu, por éste solo hecho se convertirá en aliado esencial de toda obra política cristiana. [...] Es necesario contagiar al artista de anhelos de servicio y transcendencia: pero no imponiéndoselos desde fuera opresivamente, con lo cual la raíz misma del arte quedaría dañada, sino haciendo que sean el riego que nutra su vida. Un ilustre historiador de arte español ha dicho que el mundo es para nuestros artistas el escenario donde se despliega la grave aventura de su vivir personal. Esta es en esencia la gran preocupación que debe orientar la política artística: hacer que el arte sea para sus servidores, no una ocupación trivial o una rutina, sino una 'grave aventura', un factor dramático de su existencia. Vaya esto como aviso para los idealistas del chichinado, lectores de Heidegger que pueblan nuestras tierras: la conjunción entre arrojo torero, trascendencia desmelenada y auténtica aventura existencial que vendéis en calidad de rebeldía ontológica es profundamente guerrafriolera; yo no digo nada, pero le huelen los pies al Segundo Concilio Vaticano. En cuanto a la lectura felipista posterior, aquella que califica a los cómplices liberales del franquismo como ‘bombas de relojería de la Modernidad’ o ‘caballos de Troya de la democracia’, paladines del «antifranquismo que fluía a través de las grietas de un Régimen cada vez más tambaleante» (Calvo Serraller dixit), basta con citar las memorias de Antoni Tàpies para desvelar su falsedad. En la Bienal Hispanoamericana de 1953, donde el pintor resultó aclamado mejor artista español vivo, cuentan que Alberto del Castillo le dijo a Franco: «Excelencia, ésta es la sala de los revolucionarios». A lo que el dictador replicó: «Mientras hagan las revoluciones así... » La propia noción de la bienal era una bicoca erecta «para contrapesar idealmente la espantosa miseria que en la actualidad sufre el pueblo español mediante una fanfarronada imperial», como firmó Pablo Picasso en un manifiesto publicado por El Correo Literario de Madrid en 1951 (el Régimen andaba tan falto de atención que reproducía las críticas de sus exiliados con tal de tener quien le escribiera y reconociera en su existencia). Y sobre la Bienal de Venecia de 1958, donde los nacionales se hicieron con los premios de pintura y escultura, en una entrevista concedida hacia 1977 Tàpies primero bromea («Las cajas que enviaba el gobierno a Venecia y en las que iban las obras de arte, iban marcadas con el rótulo “Material de propaganda de España”») y luego añade: «La Bienal era una especie de “pasteleo” que organizaban los comisarios. [...] En realidad, era un puro arreglo diplomático, en el que debía jugar su papel el problema de la Guerra Fría y la coexistencia.» El mejor resumen de la década del renacer artístico franquista lo ofrece Ángel Llorente: «¿Hubo artistas militantes? Pocos. ¿Hubo artistas colaboracionistas? Más. ¿Hubo artistas que se dejaron utilizar? Más aún.» Sea como fuere, a diferencia de la relación que tuvieron otros gobiernos fascistas con el campo de las artes, el nuestro no estableció distinciones siguiendo cánones estéticos sino diplomáticos. No hubo exposición y quema de obras degeneradas como en el Tercer Reich, ni siquiera artistas excluidos por motivos evidentes. Luis González Robles, el comisario que llevara a Jorge Oteiza a ganar el premio de escultura en la Bienal de Sao Paulo de 1957, declaró que «me traía sin cuidado» que el vasco escribiera panfletillos antifranquistas en sus ratos libres: «A mi me importaba muy poco si alguien era rojo, homosexual o lo que fuera». Si el Régimen no utilizó los ismos del primer tercio de siglo a su favor, como hizo Benito Mussolini canalizando el imaginario militarista del futurismo hacia el secarral de las camisas pardas, no sería por tirria o falta de ganas de, pues desde 1951 —año en que Salvador Dalí promulgó su “Picasso y yo”, una homilía que llamaba a reconciliar a los hermanos peleados durante la Guerra Civil— la puerta estaba abierta para el regreso de los creadores de vanguardia exiliados y solo la conciencia politizada de algunos pudo evitar que todos volvieran con la cabeza gacha, por la puerta de atrás y con el rabo entre las patas como volvió Joan Miró a Mallorca en 1956; como dijera Picasso: «Dalí tiene la mano tendida, pero yo solo veo la falange».

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