Thursday, 24 January 2013

Haga usted las leyes y déjeme a mí los reglamentos (I) Publicado por Alfonso Vila Francés

Arte y Letras, Historia
Haga usted las leyes y déjeme a mí los reglamentos (I)

Publicado por Alfonso Vila Francés
http://www.jotdown.es/2013/01/haga-usted-las-leyes-y-dejeme-a-mi-los-reglamentos-i/



1 ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? (España 1800-1936)

Hasta el siglo XIX las cosas estuvieron bastante tranquilas. Había un rey absoluto, que luchaba contra otros reyes absolutos. Si el pueblo se moría de hambre, si algunos nobles tenían problemas económicos, siempre se podía asaltar una judería. El pueblo era muy poco original, sobre todo cuando estaba desesperado, y los nobles y poderosos sabían sacar partido de ello (véase, por ejemplo, el asalto a la judería de León de 1449). Las cosas iban bien para algunos y mal para la mayoría, pero nadie se extrañaba por ello.

Es cierto que en Francia había habido una revolución. Y antes que en Francia, en las colonias inglesas de América del Norte habían hecho algo infinitamente peor, algo inadmisible: crear una república, con una constitución, con unas leyes que hablaban de “derechos inalienables”. Y dar una patada a su antiguo señor, el rey inglés… Eso era algo que los gobernantes españoles hacían bien en ocultar al pueblo. No. No eran tontos. Y ya lo dijo bien el Conde de Aranda, valido de Carlos III, en su informe sobre el nacimiento de los Estados Unidos: “Ese pequeño país nos va a dar problemas”, dijo. Y vaya si acertó…

Pero el pueblo, ya digo, estaba tranquilo, y el rey, dentro de lo que cabe, también.

Los franceses estaban cerca, pero los Pirineos siempre han sido una buena frontera. Y ya desde Felipe II se habían tomado medidas para que los españoles (los pocos que querían hacerlo) no estudiasen en las universidades europeas (excepto en la de Roma y alguna que otra excepción). Todo estaba bastante bien controlado.

Hasta que Napoleón no tuvo mejor idea que invadirnos. Allí se jodió el invento… No voy a hablar aquí de las enormes consecuencias a todos los niveles que tuvo la invasión francesa, es un tema muy interesante que tal vez abordaré en otro momento. Ahora me limitaré a recordar las palabras deÁlvaro Floréz Estrada, político, economista librecambista y patriota: “La lucha contra el invasor no tiene sentido si no es al mismo tiempo una revolución política”. Muchos liberales pensaban lo mismo, y pese a ello lucharon contra el “revolucionario” Napoleón. Y luego Fernando VII se lo agradeció enviándolos al exilio o fusilándolos.

Napoleón (que en realidad de revolucionario tenía bien poco, aunque, paradójicamente, sus ejércitos sí traían las ideas de la Revolución Francesa) fue la primera sacudida grave que sufrió el sistema absolutista español. Pero el sistema aguantó bastante bien. Y eso a pesar de la escasa astucia política de un personaje como Fernando VII, uno de los reyes más mediocres (por no decir algo peor) que hemos tenido en este país. Sin embargo, mal que bien, Fernando VII se las arregló no solo para morir siendo rey de España, sino para asegurar la continuidad de su dinastía. No le salió gratis al país. Pero después de la primera guerra carlista y algunos contratiempos más, Isabel, una acorralada niña de 13 años, fue nombrada reina. Tal vez el rey respiró tranquilo desde el más allá (en sus últimos años de reinado, su única preocupación parecía ser evitar que el trono recayera en su hermano Carlos), pero el reinado de su hija no iba a ser un camino de rosas. Tuvo que enfrentarse, muy a su pesar, a todos los problemas que no supo ni quiso resolver su padre.

¿Y qué hizo esta pobre criatura? Pues primero dejarse manejar por todos, hasta que se hizo adulta, después buscar el gobierno menos malo (para sus intereses, que, desde luego, no eran los intereses de la nación), y finalmente vivir bien y disfrutar de su riqueza y posición, que para eso era la reina. Lo malo es que todos los chollos se acaban algún día y a Isabel su chollo se le acabó en 1868. Ese año, con bastante retraso respecto al resto de la Europa occidental (Rusia y la Europa del este es otro mundo), los españoles quisimos ser modernos. Para empezar nos inventamos una revolución. Y la llamamos “La gloriosa”, que es un nombre con garra. Y casi con eso ya nos dimos por satisfechos…

Nuestros vecinos, a la altura de 1869, ya estaban en plena revolución industrial, habían vivido tres oleadas revolucionarias, sin contar la revolución francesa, y tenían más que superado el Antiguo Régimen. Aquí aún estaba prácticamente todo por hacer, en lo político y en lo económico.

1868 era la oportunidad que medio país estaba esperando. Y fue una oportunidad perdida… “La gloriosa”, si se mira bien, no fue nada gloriosa. Se pegó la patada a una reina, pero no hubo ninguna limpieza a fondo, solo un ligero lavado de cara. Y eso fue por la misma razón de siempre, por la que “fracasan” todas las reformas “desde arriba”: porque realmente no están concebidas para ser un éxito, sino solo para “salvar los muebles” (y perdón por las comillas, pero creo que es la mejor manera de decirlo: este tema es muy complejo y yo solo pretendo hacer un rápido resumen). ¡Ojo! Con esto no quiero decir que no haya personas que seriamente lo intentan: ministros como Mendizábal, comoMartín de Garay, como Manuel Fernández Giménez, entre otros muchos, pero estas iniciativas siempre chocan contra el mismo muro: la intolerancia de las clases altas, de los que siempre han tenido el poder y la riqueza en sus manos y no quieren ceder ni un ápice de ambas cosas, les cueste lo que les cueste. ¿Es casualidad que todas las reformas agrarias hayan fracasado en España, que todos sus impulsores hayan caído pronto en desgracia? No, desde luego que no. Y con las reformas fiscales, hasta bien entrado el siglo XX, se podría decir otro tanto.

Pero este es un tema para tratar en profundidad. Lo que quiero indicar aquí es que, a pesar de la prometedora revolución de 1869, la situación en la España a la entrada del siglo XX no era radicalmente distinta a la situación de 1860, de 1830 y hasta de 1788, año en que empieza a reinar Carlos IV. Sí. Ya no hay absolutismo, desde luego, no hay absolutismo como tal. Pero eso no quiere decir que haya una democracia. Ni siquiera quiere decir que haya un régimen liberal según el modelo europeo.

Tenemos un parlamento, sí, pero ¿quién lo compone?: nobles y burgueses. Y burgueses ennoblecidos. Y nobles que empiezan a actuar como burgueses. Y cuando hablamos de burguesía, hablamos de la gran burguesía, como ya veremos.

Y tenemos un sufragio, sí, pero censitario. Un sufragio que es solo para los que tienen propiedades, para los ricos, que deja fuera a la mayoría de la población. Si en 1868 el pueblo pide el sufragio universal (nada nuevo, en media Europa ya lo han conseguido a la altura de 1848), en 1874 el sufragio sigue siendo censitario, y eso a pesar de un rey “constitucional”, como Amadeo de Saboya y de un año de experiencia republicana, y todo para que al final vuelva un borbón, un hijo de Isabel II: Alfonso XII. Además hemos perdido las últimas colonias, no se ha dado nada parecido a una revolución industrial (solo ha habido un tímido desarrollo de algunas zonas del país) y se ha producido una nueva guerra civil: la tercera guerra carlista. Y eso sin contar los numerosos muertos en los cada vez más frecuentes conflictos sociales. En realidad, si se mira con lupa cada uno de los problemas políticos a los que se enfrentó Alfonso XII se llega a la conclusión de que son los mismos a los que se enfrentaron todos sus sucesores. Y esto se resume en una frase: falta de adecuación del sistema político a la nueva realidad económica y social. El rey, que teóricamente no gobierna, conserva en la práctica casi todo su poder. El parlamento, que teóricamente representa al pueblo, en la práctica solo representa a las clases privilegiadas. Los nobles, que teóricamente han cedido su lugar a los burgueses, siguen siendo los amos del país (para empezar son los amos de la mayoría de la tierra: de reformas agrarias, nada de nada…), los burgueses, los pocos burgueses españoles, que teóricamente deberían ser la clase menos conservadora, más abierta socialmente, con una mentalidad capitalista y pragmática, en la práctica se comportan como simples nobles ambiciosos, tan conservadores y tan clasistas como los nobles pero más avaros que ellos. Nadie, ni rey, ni nobles, ni burgueses (ni desde luego, la iglesia, el otro puntal del Antiguo Régimen) tienen la menor intención de preocuparse por el pueblo, el gran abandonado.

Pero el pueblo poco a poco va cobrando conciencia de su situación. Y esta situación no va mejorando, sino todo lo contrario: el sistema capitalista avanza de modo lento pero inevitable. Ese avance empobrece aún más a los campesinos y crea una nueva clase social, el proletariado. Y esto es algo que parece que nadie lo ve. Fernando VII quería borrar de un plumazo las Cortes de Cádiz, olvidar los años de vacío de poder y los efectos económicos de la invasión francesa (efectos devastadores: la pérdida de las colonias americanas, entre ellos). Él creía que “Todo podía seguir como si nada hubiera pasado”. Eso es pretender negar la ley de la gravedad. Pero 100 años después nadie ha tomado nota. Los que se reparten el pastel siguen como siempre: peleándose por ver quién tiene el trozo más grande. No parecen escuchar el tumulto que se está formando al otro lado de la pared, fuera, en el frío glacial de la noche. Tal vez piensan que las antorchas se apagarán pronto. O que se dirigirán hacia otro sitio. Tal vez piensan que “todo puede cambiar para seguir igual” (como pensaba el Príncipe de Salina, el protagonista deEl Gatopardo, que no dudaba en sustituir a un rey por otro, porque “al fin y al cabo es un rey”). Esta vez, pese a los denodados esfuerzos de Cánovas, de Sagasta, de otros hombres inteligentes y muy útiles para el poder (al que sirven y del que viven, y muy bien, por cierto; Cánovas, por ejemplo, era consejero en las principales empresas de ferrocarriles del país, ¡ya hablaremos de ello!), el sistema va a caer.

El sistema va a caer porque deja fuera al noventa por cien del país. El sistema va a caer porque el capitalismo pide libertad económica, grandes espacios, uniformización, mercado único, capacidad de compra, alto consumo, jornadas de trabajo extenuantes y salarios “competitivos” (y los necesarios cambios familiares: curiosamente, los primeros defensores de la incorporación de la mujer al trabajo son los patronos de las fábricas, no sus maridos, que se oponen encarecidamente a ello y se quejan cuando les dejan). El capitalismo va contra los censos, los señoríos, los mayorazgos, las tierras de “manos muertas”, el capitalismo es ateo y no hace distinciones: la dignidad social la da el dinero, y todo lo demás importa muy poco si se está arruinado. El sistema va a caer porque su tiempo ha concluido.

Pero los que se benefician de él van a pretender alargarlo, mantenerlo con vida, aunque lo vean agonizar. Y luego, incapaces de reaccionar, van a soñar con el mito de El Cid. Van a querer que gane batallas después de muerto. De otro modo no se puede entender la hostilidad de la clases altas hacia la Segunda República. Su negativa a cualquier intento de reforma agraria o fiscal. Su incapacidad para entender el comunismo, el anarquismo, el cooperativismo. Cualquier ideología o movimiento social emergente es considerado como algo absolutamente nocivo. Incluso el derecho a la educación del pueblo es negado hasta el último minuto. Y entonces se agarran al machismo, y cuestionan hasta el final el derecho a la educación de la mujer (que no podrán entrar en la universidad hasta 1918, o su derecho a voto, que no se aprobará hasta 1931). Cualquier medida que sea vista como “un avance” será automáticamente estigmatizada. Y un profesor humanista y laico será tratado de igual modo que un terrorista. Para ellos es lo mismo. Si se cede en algo (derecho a la huelga, por ejemplo), es a la fuerza, porque no hay más remedio. Pero ellos siempre tienen un as en la manga. Y llevan jugando a ese juego muchos años. Se saben todos los trucos. Los ministros conservadores de Isabel II consentían en pactar leyes progresistas con los liberales, pero luego, bajo mano, se aseguraban de tener el control de todos los principales ayuntamientos del país. ¿Y para qué sirve una ley si nadie la aplica? Pero en el peor de los casos, aunque no haya más remedio que aplicarla, entonces aún tienen otro as en la manga: la violencia.

¿Cuántas veces los políticos republicanos españoles denunciaban que los matones del cacique amedrentaban a los campesinos u obreros? Vicente Almirall, político nacionalista catalán, relató casos en que era la misma Guardia Civil la encargada de dar una paliza a los que pretendían ejercer su derecho al voto (¡mucho después de 1890, cuando el sufragio universal masculino ya había sido definitivamente aprobado!). Pero a veces no hacía falta ni eso: bastaba con vaciar la urnas y quitar los votos que no gustaban. Dos partidos se repartían el poder. Ahora me toca a ti y luego me toca a mí. Todo es legal y todo el mundo aplaude. Los parlamentos van y vienen y todo está bajo control. ¿No es perfecto? Desde luego. Para los que están dentro… ¿Tan distinto es esto de las intrigas palaciegas del Antiguo Régimen? Y mientras el capitalismo arrasa nuevos continentes, mientras en Europa nace una nueva sociedad, una nueva cultura. Los agricultores se convierten en pequeños empresarios. Los obreros van adquiriendo derechos. Las mujeres se emancipan. La tecnología y la ciencia ocupa el lugar de la religión.

España, en cambio, se cierra. Machado y otros lo ven y sufren. “Que inventen ellos”, dicen con ironía. Pero al rey solo le preocupan sus amantes y a sus ministros solo les preocupa conservar el poder el mayor tiempo posible. Y luego, cuando les dan la palada, un ejército de “cesantes” abandona el ministerio. Aunque siempre están los que creen que pueden burlar al destino. Como el Conde de Romanones. Siempre está el que se permite chulear delante de sus adversarios, tan seguro está de ser intocable. “Haga usted las leyes”, les suelta, “que ya haré yo los reglamentos”. Y cayó. Él también cayó. Aunque, claro, cuando uno cae de tan alto siempre puede luego ocuparse de sus negocios, y dedicarse a escribir sus memorias, que eso queda muy bien. Cuando ya no tienes ningún as en la manga aún puedes hacer una última jugada: reservarte un buen lugar en la historia.

[Aclaración al lector: dado que el periodo de tiempo que pretendo estudiar (de la decadencia del absolutismo a la democracia actual) abarca doscientos años, he tenido que pasar de soslayo o incluso obviar en esta primera parte algunos aspectos y sucesos históricos que serán tratados con más detenimiento en la segunda parte, que contará así mismo con un apéndice documental]

Haga usted las leyes y déjeme a mí los reglamentos (II) Publicado por Alfonso Vila Francés

Arte y Letras, Historia
Haga usted las leyes y déjeme a mí los reglamentos (II)

Publicado por Alfonso Vila Francés
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(Viene de la primera parte)

2. El rey ha muerto ¡Viva el rey! (España 1936-¿?)

La Guerra Civil merece un artículo aparte. Aquí nos interesa una consecuencia política: la desaparición de la Falange y del carlismo y la acumulación de todo el poder por parte de Franco.

¿Desaparición de la Falange y del carlismo? Sí. Eso he dicho. La Falange fue flor de un día. Tuvo su momento de gloria en los primeros momentos de la Guerra Civil. Luego le pasó lo mismo que a los carlistas, a los monárquicos, a los políticos de la CEDA, a la derecha de toda la vida: se los tragó Franco. Los engulló literalmente. Los fagocitó y desnaturalizó. Los borró del mapa. Algunos sin resistencia. Otros porque no tenían más remedio. Otros a la fuerza. Al final todos acabaron marcando el paso de Franco, bailando su macabro pero bien organizado pasodoble. En eso el mérito no fue solo de Franco, desde luego, sino de algunos muy leales colaboradores, como Serrano Suñer. Pero Franco fue el que se llevó los aplausos y el premio gordo.

Sanjurjo y Mola se mataron convenientemente en un avión. (¡Cuidado!, no digo que Franco los matara, digo que le vino de perlas que ocurrieran esos accidentes). Los rojos le hicieron el favor de fusilar (pero sobre todo de tener retenido) a José Antonio Primo de Rivera. Luego Franco metió en la cárcel a Manuel Hedilla, su sucesor (pero no sin antes haber intentado que la Falange no conociera el destino de su líder, para tenerla inmovilizada, “a la espera”). Para completar la jugada, impuso un nuevo jefe (el más mediocre y manejable que encontró, según Dionisio Ridruejo) y corrompió a todos los que pudo. Con los cuadros de mando bajo control, las bases eran totalmente inofensivas. Pese a todo algunos prominentes falangistas protestaron y le plantaron cara, como el ya citado Dionisio Ridruejo, que se atrevió a decir que la Falange era una simple marioneta y que el régimen “ya solo sobrevivía como tinglado” (y eso que estábamos aún a principios de los años 40: el tinglado iba a dar mucho de sí…).

Con los carlistas hizo algo parecido. No fueron un enemigo tan poderoso como la Falange. Casi bastó con desterrar a su jefe: Fal Conde. La mayoría de sus cabecillas abandonaron pronto sus reivindicaciones políticas. Todas ellas. Y lo mismo pasó con la inmensa mayoría de los monárquicos. El rey estaba muy lejos. En suiza. El que les había salvado el cuello era Franco. Y mejor Franco que Stalin, desde luego, eso ni se discutía. Franco había salvado, de paso, al país entero. ¿Cómo no iban a estarle agradecidos?

¿Y la antigua nobleza? ¿Y el clero? Pues lo mismo. Las matanzas de la Guerra Civil les habían asustado. Por primera vez estaban dispuestos a ceder, a perder poder. A entenderse con las clases trabajadoras. Qué remedio. Mejor eso que la revolución.

En resumen, la guerra la perdió mucha gente y la ganó Franco. Él, que había empezado siendo uno más de los generales sublevados, que se había sumado a la rebelión en el último momento, y cuyos méritos bélicos al principio de la guerra fueron más que discutidos (véase lo que dijo el conde Ciano, yerno de Mussolini: “Franco o no quiere ganar la guerra o no sabe cómo hacerlo”), acabó la guerra convertido en jefe del ejército, jefe del Estado y caudillo de España por la gracia de Dios. A la altura de 1939 ya acumulaba todos los poderes posibles (hasta el judicial) y actuaba en la práctica como un rey absolutista, y como tal justificaba su poder ante Dios y solo rendía cuentas ante Él.

Pero ningún poder absoluto es realmente absoluto (y si no que se lo digan a Stalin, que tuvo que arremeter contra sus propios funcionarios, que malinterpretaban las ordenes, o no las cumplían o no eran lo suficiente rápidos o eficientes, y con esto no lo justifico: solo digo que su autoridad real se veía limitada por el propio sistema que lo encumbraba como un Dios). Franco tenía que ceder una parte de los beneficios que generaba el usufructo del poder a las diversas familias del Régimen, porque sus colaboradores eran sumisos, pero no eran tontos. Y eso, hay que decirlo, lo hizo muy bien. Sabía repartir por igual los castigos y los premios. Sabía tenerlos a todos igual de contentos e igual de disgustados. Así no había problema. Se pueden poner muchos ejemplos. Pondré uno: el caso Matesa. En ese episodio tan gracioso y tan provechoso se ve perfectamente la habilidad de Papa Franco para hacer la paz entre dos hijos díscolos, castigando a ambos (pero solo lo justo, y a los dos en igual medida) y, ya de paso, indultando rápidamente al principal acusado, el empresario, Juan Vilá Reyes, y condonándole el pago de la multa (que era inmensa, aunque menos inmensa del dinero del Estado que había estafado) y dejando claro así quien era el que mandaba.

Y lo dejó tan claro que se permitió el lujo de morirse de viejo, en su propia cama, después de unos últimos años, vamos a decir, “un poco malos”, aunque él se fue tranquilo, convencido de que todo iba a seguir más o menos igual (en eso se parece a Fernando VII, que pensaba que el absolutismo continuaría después de él). Cuando se tiene todo en la vida, se quiere tener todo en la muerte, podríamos decir, pero las cosas no estaban tan bien atadas como pensaba Franco y algunos (algunos pocos) franquistas. Suárez y el rey pronto empezaron a hacer lo contrario de lo que “debían hacer”. La iglesia, tan buena aliada en otros tiempos, hizo algo más de lo que llevaba haciendo últimamente: ahora ya no eran unos pocos “curas rojos”, ahora toda la institución le dio la espalda a un Régimen huérfano y débil. Un Régimen que se hundía invocando al mito del Cid (la historia siempre se repite, porque los hombres son en general muy desmemoriados, y a los que tienen memoria los fusilan rápido…). Y así podríamos continuar durante páginas y páginas. En 1833 pasó lo mismo. Los más avispados saltaron del barco a tiempo. Otros decidieron hundirse con él. En poco tiempo el mar se tragó los restos del naufragio y todo el mundo siguió con lo suyo. Paz, trabajo, y ya que nos la dan, un poco de libertad. ¿Hace falta más? Pues sí. Unas leyes. Un sistema político. Un objetivo para la nación (entrar en Europa, ese punto se solucionó pronto, España quería otra vez ser moderna, ser como sus vecinos, abrirse al mundo, y lo más rápido posible, para recuperar los muchos años de retraso). Por suerte las cosas fueron bien. Y que conste que no fue nada fácil. En un momento tan importante y delicado para el país, se tuvo la suerte de contar con un grupo de hombres inteligentes y valientes. ¿O fue algo más que suerte? ¿Acaso los políticos y las mentes pensantes de entonces eran de otra pasta, de una clase de pasta que por desgracia ya no abunda? (Ahí queda la pregunta, que cada cual se la responda en la intimidad).

Pese a todo faltó solucionar algunas cuestiones. Es normal. Siempre quedan cabos sueltos.

Entonces se pensó que lo importante ya estaba hecho (y lo estaba) y se pensó que las generaciones futuras se encargarían de los últimos remaches y retoques del edificio. Luego era solo cuestión de no descuidar el mantenimiento…

3. Apéndice documental

A. Muerte en la fábrica. Las condiciones laborales. El trabajo infantil y femenino

“He aquí la causa de esa enfermedad, que comenzando por una tos cada vez más fuerte y más difícil, llega a tener todas las apariencias de una tisis pulmonar, siendo llamada por los médicos de los distritos manufactureros tisis algodonera, o pneumonía algodonera, nombres significativos de una enfermedad cruel, cuyas víctimas van a morir en los hospitales en la flor de la edad; porque como esta operación no exige fuerzas musculares, se encarga a las mujeres y a los jóvenes de pocos años”.

J. Salarich, Higiene del tejedor (1858)

Hay que recordar que la primera legislación en España sobre el trabajo infantil y femenino data de 1900. En el primer artículo de la ley del 13 de marzo de 1900 se dice que “los menores de ambos sexos que no hayan cumplido los diez años no serán admitidos en ninguna clase de trabajo”. Pero poco después añade: “A los niños que acrediten saber leer y escribir se les admitirá en la fábrica un año antes de la edad marcada por la presente ley”. Es decir, que un niño de nueve años estaba legalmente capacitado para trabajar en una fábrica. Pero esta ley es un avance para la época (aunque llegue con retraso), porque por primera vez se pretende regular el trabajo infantil, así como el derecho de la mujer embarazada a un periodo de descanso después del parto (de seis semanas) y una baja por maternidad a partir del octavo mes de embarazo. Antes cada patrono decidía por su cuenta, teniendo en cuenta que el vacío legal era absoluto.

B. Los que velan por el bienestar de la nación: el pucherazo

“Hubo, en efecto, mesas constituidas a la una de la mañana, custodiadas por un grupo de matones para impedir acercarse a los enemigos y dar tiempo a la falsificación del acta. En otros lugares, como en Oza en 1886, se cambió a última hora el lugar destinado al colegio electoral. También se instalaron urnas en lugares estratégicos para disuadir al elector desafecto: bien en un hospital de epidémicos —como ocurrió en Madrid en la elección de 1886—; o bien en un tejado; o bien en una cuadra u otro lugar maloliente (…) En 1891, en una de las secciones de Murcia, el presidente ordenó que se votase por la ventana para así sustituir cómodamente las papeletas (…) En 1886 funcionarios madrileños votaron varias veces suplantando otros nombres”.

José Varela Ortega, Los partidos políticos. Partidos, elecciones y caciquismo en la restauración (1875-1900),2001

Sobran comentarios… Pero ya puestos a descubrir el truco, no puedo resistirme a mencionar dos casos que citaVicent Almirall, el lúcido político catalán. El primero se refiere a un pueblo gallego. Colocaron la mesa electoral en un pajar, al que solo se podía subir por una estrecha escalera, y el primero que subió recibió un buen mamporrazo al asomar la cabeza, después de lo cual los otros votantes se abstuvieron de ejercer su derecho. Y el otro caso le atañe directamente a él, pues en sus escritos refiere que había comprobado cómo su propio padre, que ya llevaba muchos años muerto, acudía fielmente a participar en todas las votaciones que se iban produciendo. Eso sí que es poder, amigos míos, hacer votar a los muertos…

C. Cinismo administrativo: cómo prohibir algo permitiéndolo

El Fuero de los Españoles, Ley Fundamental de 1945, decía:

Artículo 12.- Todo español podrá expresar libremente sus ideas mientras no atenten a los principios fundamentales del Estado.

Artículo 33.- El ejercicio de los derechos que se reconocen en este Fuero no podrá atentar a la unidad espiritual, nacional y social de España.

A esto hay que sumarle el artículo 2, en el que se afirma tajantemente que: “Los españoles deben servicio fiel a la Patria, lealtad al Jefe del Estado y obediencia a las leyes”. También, un poco más abajo, se dice que “Los españoles podrán reunirse y asociarse libremente para fines lícitos y de acuerdo con lo establecido por las leyes” (subrayo lo de “lícitos”, que es un matiz importante).

Es decir, que menos atentar contra la unidad nacional, espiritual y social, menos decir algo que vaya contra los principios fundamentales del Estado, menos ser infiel a la patria, ser desleal al Jefe del Estado y ser desobediente ante las leyes (aunque no las votado ni te hayan pedido tu opinión para nada) y, por supuesto, menos reunirte para fines “ilícitos”, puedes hacer y decir lo que te dé la gana. ¡Viva la libertad!

D. Elogio de la mediocridad

Cito textualmente a Paul Preston, en su libro El gran manipulador:

“El ambicioso Arrese era un lacayo servil, por lo que Franco lo apreciaba mucho. Cuando fue nombrado ministro secretario general de la FET de las JONS, los seguidores de José Antonio se quedaron con la impresión de que su mayor cualificación para el cargo había sido su mediocridad. Dionisio Ridruejo le dijo delante de un grupo de altos cargos falangistas: ‘No te hagas ilusiones, Franco te ha nombrado porque cree que eres el más dócil e insignificante de los falangistas que tiene a mano y le más fácil de manejar’”.

(Nota: no sabemos qué le contestó Arrese, pero podemos suponerlo. Pero lo cierto es que al tal “lacayo” la cosa no le fue mal: además de ministro secretario general del Movimiento , fue ministro de vivienda y procurador de las Cortes hasta 1977. Teniendo en cuenta que empezó su carrera política en 1941 podemos decir que no le fue nada mal.)