En la primera de una suculenta colección de cartas, que
recorren las paradas políticas de España durante la primera mitad del siglo XX,
que ha llegado hasta la Dirección General del Libro, Archivos y Bibliotecas del
Ministerio de Cultura por donación del coleccionista Santiago Vivanco, Unamuno
pide a Azaña la suplencia de una conferencia en el Ateneo de Madrid. Por esas
fechas el prestigio de Unamuno y el volumen de sus ensayos hacen que la
Residencia de Estudiantes culmine la edición de sus Ensayos en siete volúmenes.
Después de navegar por las explicaciones sobre su ausencia, le apunta que su
conferencia “cursaría sobre la soberanía catalana” y el uso “de la lengua con
consideraciones sobre el conflicto de dos culturas”. “La fórmula, como dicen
los políticos, es sencillísima y en pocas palabras la expondría yo”, continúa
sin ningún amago.
"No puede haber dos ciudadanías", dijo Unamuno en
el Congreso en 1931
Su explicación “sencillísima”: “En tiempos de Felipe IV se
perdió Portugal conservando Cataluña, en tiempo de nuestro Habsburgo de hoy,
Alfonso XIII, siendo su canciller Canalejas, se pensó en conquistar Portugal y
del triunfo, descontado en el Palacio de Oriente, de Alemania se esperaba la
anexión de Portugal y la formación del Imperio Ibérico, vulgarizándose España;
justo es, pues, que al ser ésta derrotada con Alemania –la mentalidad neutral
que dijo Romanones (el político que ve más claro y obra más turbio) era una
alianza clandestina con aquel a quien se creía vencedor futuro– justo es, pues,
que España pierda ahora Cataluña. Y la perderá, no me cabe la menor duda que la
perderá. La federación no es más que una hoja de parra. ¡Cuánto me gustaría
hablar de todo esto ahí!”.
Conocíamos a ese Unamuno dueño de una prosa resuelta, en la
que cabe el símil y el barniz irónico, el juego de palabras y el cultismo,
capaz de derribar, también en oratoria ante la bancada, a los diputados de la
República. El diario de sesiones del Congreso de los Diputados, del 22 de
octubre de 1931, recoge una de las más famosas alocuciones del autor de La
agonía del cristianismo (1925) y San Manuel Bueno, mártir (1933), sobre el uso
del catalán y el castellano en las escuelas de Catalunya: “Para mí todo ciudadano
español radicado en Cataluña, donde trabaja, donde vive, donde cría su familia,
es no sólo ciudadano español, sino ciudadano catalán, tan catalanes como los
otros. No hay dos ciudadanías, no puede haber dos ciudadanías”. En su discurso
defiende la oficialidad del castellano y reniega de la imposición del catalán a
todos sus ciudadanos.
Entre las cartas donadas aparece una de Valle-Inclán a Azaña
en 1923
Un cristiano rebelde
Unamuno, fiel al ideario liberal, inquisitivo, polémico y
opinante a contrapelo, que se declaraba cristiano pero abominaba de la teología
católica o protestante, era un defensor de la lengua catalana y reconocía en
Juan Maragall a uno de los hombres que “más profunda huella” dejaron en él. Sin
embargo, se desconocía esta vehemencia en sus argumentos y conclusiones. Estas
cartas se han conservado gracias al impulso coleccionista de Vivanco (Logroño,
1973), director general de Bodegas Dinastía Vivanco y director de la Fundación
Vivanco, que reconocía a este periódico desconocer el contenido de la misiva
debido a la urgente caligrafía con la que escribía Unamuno.
El 16 de marzo de 1922, Unamuno vuelve a escribir a Azaña,
con toda confianza, más breve y más sarcástico: “Ahora ando ocupado en inventar
una careta protectora contra la nube de los gases de aspirantes de la marea
jesuítico-episcopal –y palaciega– con la que nos amargan. La estupidez –no otra
cosa– borbónico-habsburgiana va en aumento”. Escribe un año y medio antes del
levantamiento militar de Miguel Primo de Rivera, el 13 de septiembre de 1923.
La referencia en la carta a la figura de Alfonso XIII es
premonitoria del papel decisivo que ocupó el monarca en la gestación del golpe
de Estado. La mayoría de los historiadores considera al rey como un obstáculo
para la posible conversión del régimen en una democracia representativa. Desde
el comienzo de su reinado contribuyó decididamente, recuerda la historiadora
Carolyn Boyd, “a propiciar la debilidad del poder civil y la predisposición
militar a intervenir en la política”.
Desde luego, no había imaginado que la dictadura militar que
inauguraba no era la salvaguarda de la Corona, sino el principio de la
liquidación de la monarquía constitucional. De ahí que, meses más tarde del
golpe, Unamuno escribiese que más que un golpe, Primo de Rivera había dado un
“soplo” de Estado, dada la escasa resistencia que tuvo su acción, a la que no
se enfrentó ni el resto del Ejército, que el rey apoyó inmediatamente y ante la
que los partidos reaccionaron de forma pasiva.
Como escribió Arturo Barea (1897-1957), autor de La forja de
un rebelde (1941): “El hombre de la calle se quedó mirando atónito lo que
pasaba, como la gallina hipnotizada se queda mirando el trozo de tiza; y cuando
trató de recobrar su equilibrio, los acontecimientos le habían sobrepasado: el
Gobierno había dimitido, algunos de sus miembros habían huido al extranjero, el
rey había dado su aprobación al hecho consumado y España tenía un nuevo
Gobierno llamado El Directorio”.
Indalecio Prieto critica la censura de prensa del Gobierno
de Alcalá-Zamora
La rabia de Valle-Inclán
Precisamente, entre las cartas donadas aparece también una
que Ramón María del Valle-Inclán (1866-1936) escribe a Manuel Azaña, el 16 de
noviembre de 1923, desde la Puebla de Caramiñal, entrando a definir con saña a
los ocho generales y un contralmirante encargados del Directorio… y algo más:
“En la cuestión política estoy muy desorientado. A mí estos del Directorio me
parecen unos sargentos avinados. La contestación a los presidentes de las
cámaras es una flor del más puro rufianismo. Pero la prensa de la calle de
Larra está tocando al último extremo de la idiotez canalla. Creo que ha llegado
el momento de negarle el saludo a esos sacristanes. Todas sus adulaciones son a
cuento de que el Directorio falle el pleito que se traen con ABC. Han resultado
más cínicos y más idiotas que Don Torcuato. Porque muy idiota hay que ser para
no alcanzar que esta gente militar –¿gente?– son unos asnos con piel de león.
Es tan ridículo todo lo que está pasando. Indudablemente los presidentes de las
cámaras, no esperaban que el Chulo de Palacio tornase en cuenta su escrito, y
acaso sólo buscaban acentuar el perjurio con vistas al extranjero, donde no ha
de mirarse con buenos ojos un poder irresponsable. Ya me canso. Mis recuerdos a
todos los amigos”.
Desterrado pero no silenciado
En 1924, la dictadura respondía a las críticas de Unamuno
mandándolo al destierro, en Fuerteventura, y cesándolo como catedrático y
vicerrector de la Universidad de Salamanca. El filósofo había denunciado que el
Directorio militar ya no era un “interregno” o una “tregua”. Veía Unamuno muy
claro el objetivo del “pronunciamiento de generales camineros”: “No se trataba
de llevar a cabo una revolución saneadora desde el poder, se trataba de evitar
la revolución que se veía venir desde abajo”.
Y en la sombra muda, Manuel Azaña, el hombre de confianza,
la referencia intelectual que asumió el riesgo de convertir en medidas
legislativas el ideario reformista: impulsar la reforma agraria, implantar un
sistema educativo nacional extenso, científico y laico, separar la Iglesia del
Estado, reducir las dimensiones del Ejército… Arriesgó a pasar aquellas ideas a
la acción política y se encontró con un estrepitoso fracaso.
En parte, auspiciado por los problemas de relación con
Niceto Alcalá-Zamora (1877-1949), presidente de la República cuando Indalecio
Prieto escribe, el 10 de enero de 1935, desde París a Azaña, en su domicilio de
Serrano: “De cuantos actos políticos ha realizado don Niceto desde que se
posesionó de la presidencia de la República, el más grave de todos es este de
ahora al acaudillar, nada menos que desde su alto puesto, la reforma
constitucional. Es algo a todas luces intolerable y, además, reviste caracteres
de verdadera alevosía. Porque si en cualquier momento no se está en condiciones
de polemizar con el presidente de la República, ahora, con la censura de prensa
y con algunos periódicos sin poder publicarse, ni siquiera cabe contradecir sus
ideas, esas que él dice nacidas de su experiencia y que son simplemente la
ratificación de sus puntos de vista ya conocidos y reiteradamente expuestos en
los debates de las Cortes constituyentes”.
Para entonces nadie quería a Alcalá-Zamora en su puesto. En
particular, la izquierda, que no le perdonaba haberle retirado la confianza en
1933, lo que significó la caída del Gobierno de Azaña y la ruptura de la
coalición entre socialistas y republicanos. Las buenas migas que ya se cocían
en esta carta no pudieron mojarse cuando Azaña fue elegido presidente de la
República, el 10 de mayo de 1936: en contra de lo que había previsto, no podría
nombrar a Prieto presidente del Gobierno ante la negativa de la UGT de Largo
Caballero. El Gobierno republicano quedaba debilitado y visto para sentencia
(militar).
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